Los ciudadanos de los países desarrollados se escandalizan ahora de las consecuencias de la globalización cuando, bien mirado, los pueblos autóctonos de Asia, África y América sufrimos desde hace al menos cinco siglos la imposición de un pensamiento único, el europeo. Aunque los manipuladores de la Historia se encargan de alterar o silenciar los hechos y no se reconozca ahora, la realidad es que los europeos se expansionaron por todo el mundo imponiendo su cultura, sus creencias y su visión del mundo, sin importarles exterminar a los habitantes de extensas regiones para establecerse, o desplazar por la fuerza a inmensas poblaciones que trabajasen para su lucro. La casi totalidad de los americanos actuales son los descendientes de los criollos, los colonizadores emigrados que luego se rebelaron contra sus abuelos y sus padres y establecieron nuevas naciones, que han dominado a su antojo, en detrimento de los habitantes nativos, masacrados, relegados social, económica y políticamente, o ignorados o encerrados en reservas. Algo parecido se intentó en África, pero, paradójicamente, nuestra desgracia fue nuestra suerte, pues el clima insalubre frenó la expansión europea, viéndose obligados a establecerse en las regiones más templadas, cuyas consecuencias conocemos todos y que se prolongan hasta hoy.
Un análisis serio y desapasionado permite recordar estas cosas sin que se considere una actitud revanchista, sino un intento de restablecer la verdad, pues el pasado condiciona el presente, y resulta difícil entender determinados fenómenos actuales si ignoramos lo que sucedió en el pasado. En rigor, los inmigrantes que ahora "invadimos" los países ricos en busca de prosperidad y seguridad no hacemos sino volver los ojos hacia esa parte del mundo enriquecida a costa del expolio de nuestras tierras, prosperidad que les permitió acometer la revolución industrial, que a su vez estableció las bases de lo que entendemos hoy por Estado del bienestar. Alguna secta afrobrasileña ha desarrollado una teoría, según la cual África está postrada por los tremendos pecados de los africanos, que facilitaron la venta de sus hermanos como esclavos, hipotecaron sus almas al abrazar creencias foráneas y permitieron que sus objetos de culto, los signos de su identidad, fueran expoliados o destruidos; de modo que África no se recuperará mientras no haga una expiación general, un exorcismo colectivo. Cierto o no, la realidad es que los europeos no se limitaron a robar los cuerpos, sino también las almas. Si ya es imposible resucitar a los muertos, sí es posible recuperar la esencia de nuestras almas, reducida a mero "arte", no sólo para aplacar la ira de los antepasados, sino para que nos sea devuelto lo que nos fue expoliado por la rapiña colonial. Quizá la reciente devolución a los etíopes de su obelisco por parte de los italianos sea un signo precursor de una nueva relación entre el mundo desarrollado depredador y los países saqueados a lo largo de siglos. Se puede extrapolar, pero ciñéndonos a África, quien visite el Museo del Hombre, de París; el British Museum, de Londres; el Museo de Tervuren, en Bruselas; el de Arte Africano, de Washington; el Etnológico de Barcelona o el Nacional de Antropología de Madrid entenderán mejor cuanto digo. En ellos -y en otros muchos, sin olvidar las colecciones particulares- se exhibe lo más importante que ha creado África, desde las terracotas nok, los bronces de Ife o Benín, o las estatuillas y máscaras fang. Lo justo es que esas obras sean restituidas a sus legítimos dueños, pues no fueron elaboradas para ser encerradas en museos, sino que, además, son la esencia de nuestros pueblos y nuestras señas de identidad. Para el africano, el arte no es sólo un objeto estético digno de admiración; cumple también una función social, que perdió su eficacia al ser desperdigada por otros extraños mundos. Su restitución es, pues, una necesidad espiritual, además de una exigencia cultural y política.
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